Lo cierto es que,
queriendo o sin quererlo, siempre ha habido un antes y un después de
aquella montaña. No puedo negar que mi cabeza siempre había ido
acompasada de mi corazón y del resto de mi cuerpo, me pasé años y
años buscando caminos, tropezando, levantándome, buscando el
equilibrio, encajando piezas de un rompecabezas sin fin.
Cuando hace cinco años
comenzó aquel viaje, no sabía aún que buscando el mundo me iba a
encontrar a mi mismo. Se suele decir que, a veces, la mejor forma de
arreglar los problemas es alejarse un poco, mirar desde fuera con
otra perspectiva y darse cuenta de que no estábamos enfocando las
cosas como debíamos.
Y así, con esa
distancia, la que dan océanos, la que otorgan 12.000 kilómetros,
comencé a darme cuenta de que no era necesario terminar el
rompecabezas, día a día y hora a hora fui comprendiendo que el
equilibrio está en agradecer cada pieza que vas encontrando, aunque
no encaje, porque siempre habrá un momento en el que termines
haciéndole un hueco. Día a día y hora a hora fui comprendiendo que
mis dolores no debían ser lastres en el camino sino experiencias que
ayudaban a caminar mejor. Día a día y hora a hora me fui dando
cuenta de que, por fin, todas las piezas, las mías, terminaban de
encajar.
Y fue allí, en aquella
montaña, sintiéndome tan minúsculo, sintiéndome tan poca cosa y
sintiéndome tan grande al mismo tiempo, donde, como por arte de
magia, escuché ese click interior que me hizo comprender que algo
nuevo comenzaba a partir de ese momento, algo que no cambió nada y
lo cambió todo, algo que desde entonces me hace saborear victorias
sonreír derrotas.
No se si fue mi continua
búsqueda, si fue mi propia evolución o si es que las cosas pasan
cuando tienen que pasar, pero, desde entonces, y aunque no fuera cosa
suya, sigo enormemente agradecido a aquella montaña...