Es cierto que yo tengo mi propia interpretación personal de
lo que debería ser tomarse un descanso, que no he sido nunca muy bueno en eso
de estar 15 días tirado en el sofá levantándome una vez pasado el mediodía y
que suelo volver de mis vacaciones con tantos kilómetros en las espaldas que
parece que llego peor a como he partido, lo se, soy un masoca adicto a mis locuras viajeras, y dudo mucho que alguien encuentre un antídoto a estas alturas. A pesar de todo esto, yo siempre
he pensado que lo importante en el tiempo de vacaciones es la desconexión con
la cotidianeidad impuesta creando un pequeño espacio de disfrute, cada cual el
suyo, sin reglas ni límites, por lo que, en un sofá o en una montaña perdida de los Andes, cualquier cosa vale si es lejos de la gris rutina laboral.
La verdad es que, este año, por cuestiones diversas, y a
pesar de las mil maravillosas escapadas que he podido hacer, me han faltado los días de vuelo, la desconexión habitual
de semanas para mirar nuevos caminos con ojos de niño, y eso me pesa.
No se si las quiero o si las necesito, pero son mis
vacaciones. Son mi espacio de desconexión, relax, locura, ensoñación, utopía. Son
mi tiempo para mirar el mundo como a mi me da la gana, para escribir con menos
teclas y más tinta, para cargar la mochila de sueños y la cartera de pesos, y
aparcar los tupper y los euros por un rato. Son mi tiempo para salir corriendo
a miles de kilómetros sin parar de echar en falta mi casa, son buenas, malas,
regulares, pero son mías, y las necesito, prontito…
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