Quitarse las gafas, un acto que sólo
realizo cuando me ducho, cuando voy a nadar o antes de dormir, aunque
a veces Morfeo hace que termine con mi cabeza entre las páginas de
cualquier libro sin desprenderme de mis binóculos.
Siempre me pareció curioso que todo
comenzase a verse con mucha más claridad en mi vida poco después de
que me pusieran gafas. Habrá quien piense que son artefactos del
diablo y que donde estén unas lentillas no hay color, pero hace 5
años me tocó aceptar a mis nuevas compañeras y, habida cuenta de
que iba a ser para siempre, no dudé en adaptarme a ellas.
En los ojos, y en la vida, el proceso
es siempre el mismo, cambiarse de gafas y de forma de mirar el mundo
trae dudas, unos primeros días de incertidumbres, algún que otro
tropiezo y la inseguridad de quien abandona su camino de sombras y
nieblas. Pero poco a poco todo comienza a verse mucho más claro, no
se si el comenzar a distinguir los detalles, las formas y los colores
a través de mis ojos de adulto fue lo que hizo que comenzase a
distinguir los detalles, formas y colores del camino con mis ojos de
niño, no se si haber mirado hacia aquellas montañas, que tanto me
hablaron en silencio, con mis ojos viejos, habría cambiado la
determinación de virar todos los rumbos que dirigían mi existencia,
lo que si se es que, cuando, por un sólo momento, abandono mis
gafas, y pierdo los detalles, mi único deseo es cogerlas de nuevo y
distinguir hasta el último matiz de lo que el camino me pone
delante...