Si algo me emociona cuando llega el
otoño, más allá de sus gamas de colores o de toparme con setas del
tamaño de mi cabeza, es sin duda el sonido de los cascabeles. Ese
momento de abrir el armario e ir sacando la camisa, la txapela, las
abarkas, el garriko... y escuchar de repente el tintineo de esas
mágicas bolitas plateadas.
Y me emociono, y me sonrío, y se me
eriza la piel. Y todo esto porque ese sonido significa que llegan
días felices. Y mira por donde que habrá quien piense que tampoco
es tan feliz volver a casa todas las mañanas con los pies
destrozados y ampollas en las ampollas, quien no le vea la emoción a
ese cuerpo escombro que cada vez parece más irrecuperable o quien no
sienta escalofríos pensando en mañanas de ibuprofeno y almax, peor
para ellos.
Porque las noches de cascabeles son
también noches de amistad, noches de recordar mil y un historias y
de crear las que pronto serán recordadas, son noches de baile, de
sonrisas, de brindis a las estrellas, son noches de conocer sonrisas
que enamoran y noches de seguir enamorándote cada año más de esas
sonrisas, noches de carnaval sin máscaras, noches que nos demuestran
que, con más canas y menos pelo, seguimos siendo nosotros...
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