A veces uno, tal vez porque se le acumulan esas estupideces
dictadas por la sociedad y que damos a llamar preocupaciones cotidianas, termina
por perder la perspectiva y enfoca su existencia a disfrutar de los cuatro
ratos libres que sus obligaciones le dejan.
Vivir cinco días a la semana en un eterno lunes matando
porque llegue el último suspiro del viernes, para pasar el fin de semana
lamentando que, en breve, llega el lunes. Tan triste como instalado en nuestras
mentes que termina convirtiéndose en un mantra que repetimos una y otra vez,
que la semana es muy larga y que lo bueno dura muy poco, y que, cómo no, qué le
vamos a hacer…
Yo, a pesar de mi
mismo, a veces también caigo en la vorágine y pierdo totalmente la
perspectiva, también tengo días en los que me levanto, me ducho y se me olvida
la sonrisa en el lavabo. Se me hace inevitable en ocasiones sentir que los días
se hacen interminables y me enfundo mis ojos de adulto, le hago vudú a Peter
Pan y me dedico a rebañar las sobras del día envuelto en el gris estrés que nos
impone la vida moderna.
Rebañadores de momentos, en eso terminamos convertidos, en
autómatas teledirigidos 40 horas a la semana que sólo pueden untar el dedo en
el tarro del fin del día para chupar unos minutos de televisión antes de irse a
la cama para después volver a empezar. Caminamos como zombies en busca del fin
de semana para dedicarnos a llorar por lo poco que dura el helado en vez de
disfrutar cada uno de los lametones, sin rumbo ni horizontes, caminando en círculos
de nuevo hacia la cadena de producción.
Pues lo siento mucho, pero conmigo no cuenten, yo me bajo en
esta parada, me aireo y me empacho sin prisas, y luego ya, si eso, vuelvo…