Lo pienso dos de cada tres veces que las miro, ha llegado la
hora de jubilarse. Lo cierto es que parecía que no iban a haber sobrevivido a
un incidente tropical hace ya un año y medio, pero, como haría yo, se resisten
a dejar de gastarse, a dejar de hacer camino.
Mis zapatillas viejas, cada vez más desgastadas, con su
suela demacrada y casi sin las marcas que han quedado en mil caminos, con sus mil cicatrices en
forma de rozaduras, con sus tejidos rotos ya incapaces de mantener fuera el agua.
Mis zapatillas viejas, mi carroza real. Mi polvoriento carruaje
en los pasos del camino, el necesario ancla a la tierra para un cuerpo que sujeta corazón y
ojos de niño, mis compañeras de viaje, de emociones, alegrías, sonrisas.
Mis zapatillas viejas, que se resisten a terminar en un sucio cubo, que se resisten a un adiós sin
despedidas, a un final sin recuerdo, a un último paseo conscientes de que, al
igual que nosotros, cuando termine el viaje, seguirán quedando mil y un caminos
por andar…
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