Vivimos en un mundo en el que la gente está más pendiente de
que parezca que no tiene los años que le indica el dni que de exprimir esos años
a conciencia. Estamos inmersos en una sociedad que nos vende la eterna juventud
a cambio de ignorar nuestros propios caminos, que nos dice que lo importante no
es ser sino parecer y en la que todo vale para hacer que se vive pero sin
disfrutar del camino.
No se por qué, pero parece que cuando uno va acumulando años
en su mochila siempre echa un poco la mirada hacia atrás y, si los años se
suman de 5 en 5, ya no digo nada si se cambia de “ena” (veintena, treintena…)
toca hacer repaso serio al dónde estás y de dónde vienes. Lo cierto es que a mi
los 35 me han pillado a paso cambiado, imagino que el momento personal, en el
que vivo mi camino con total felicidad esperando que las piedras que lo
entorpecen dejen paso a pasos más tranquilos, me hace no darle importancia al
número y sí a la calidad de lo vivido.
La cuestión es que miro atrás y adelante y me asombro del
camino andando y del que queda, no me preocupa lo no vivido, las decisiones no
tomadas ni las tomadas erróneamente, no me preocupa lo que nunca rellene de esa
lista de cosas por hacer en la vida ni las posibles frustraciones ante los
baches futuros, no me preocupa sentirme niño ante el camino por venir y viejo
al contar las historias ya vividas, no me preocupa si se agrandan las calvas y
crecen las canas, no me preocupa si los caminos por venir se riegan de más
charlas alrededor de un café que de un katxi de kalimotxo, no me preocupa nada
más que, pase lo que pase, seguir caminando para que el día que llegue el final
del camino, me enorgullezca de lo caminado y nunca piense en lo que pudo haber
sido…
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