Entrar por la mañana en un vagón del metro es como ir al zoo, te adentras en un recinto repleto de animales a los que posiblemente jamás observes desarrollarse en su hábitat natural, y casi mejor.
Si hay un medio de transporte y un momento específico en el que fluya y se concentre toda la negatividad del universo, ese es un metro de una ciudad cualquiera un lunes a primera hora de la mañana. Mientras los aeropuertos y estaciones de tren y autobús suelen entremezclar las ilusiones del que viaja, las emociones de un reencuentro o simplemente la esperanza del comienzo de una nueva vida lejos de casa, en el metro se unen bostezos, legañas y malos humos para crear un horrible micromundo.
Lo curioso del asunto, es que un vagón del metro siempre me ha parecido un lugar para observar atentamente el comportamiento de las personas (al menos antes de la invención de los odioso “esmarfons” y el puñetero “guasap”). Los vagones del metro están repletos de miradas, expresiones, conversaciones, hay gente que lee, gente que no quiere que se sepa lo que está leyendo, está el chico que lanza miraditas todos los días a la chica a la que nunca dirigirá la palabra, la pareja que se come el presente a besos como si no hubiera mañana, la niña que juega en la unión entre los dos vagones y la madre o padre que le dice que ya vale, quien carga una maleta y mira un plano sin saber donde bajarse o quien sólo quiere llegar a casa para echarse en el sofá tras un duro día de trabajo… con sus momentos buenos y malos, con sus gentes de todos tipos y colores, pero habitualmente vagones llenos de vida.
El lunes, por la mañana, lo vagones sólo viajan llenos de bostezos…
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