Mudanza, es una palabra que me parece muy útil, en ocasiones muy necesaria, e incluso a veces peligrosa. Por lo general la gente se cambia de casa, hay quien lo hace de ciudad, de calzoncillos o de piel, por mudarse, de vez en cuando se puede hacer hasta una mudanza emocional, incluso hay quien se cambia de conciencia, así, de un día para otro.
Pero en este caso me voy a remitir al término más habitual del término, ese que significa montañas de cajas y bolsas, toneladas de celofán y sobrecargas musculares, así como compra de mulos de carga a cambio de un par de cervezas y un pintxos de tortilla.
Mas allá del ritual que supone el llevarse la vida de un lugar a otro, por más que no suponga sino unos cientos de metros dentro del mismo pueblo, uno termina por darse cuenta de lo complicado que resulta meter los complementos que la acompañan en un espacio reducido. Intentamos hacernos creer que no sucumbimos ante la sociedad de consumo por el simple hecho de que nuestra visa no se pase el día sacando humo, y a la hora de la verdad nos damos cuenta de que nos hemos convertido en caracoles con caparazón de tortuga de tanto de tanto acumular cosas que, en la mayoría de los casos, están totalmente de sobra.
Nunca me ha quedado claro si somos víctimas o culpables en esta sociedad de consumo desaforado, si nos lleva la corriente o si es que nadando a su favor estamos más cómodos, pero imagino que lo peor es el tener la sensación de que, aunque uno trate de nadar contracorriente, lo hará con traje de baño y gorrito de marca.
Tal vez, y sólo tal vez, si queremos ir dando la vuelta a la tortilla, sea hora de ir pensando en lanzarse al río en pelotas…
0 comentarios:
Publicar un comentario