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martes, 2 de abril de 2013

Más triste, más bella

Volver a un lugar que ya has caminado, escuchado y saboreado, siempre tiene algo especial. Por mucho que uno intente probarlo desde cero y sacarle todo el jugo posible al nuevo momento, siempre queda la huella dejada en el pasado, una huella que marca y predispone, por mucho que cambie el que mira, los ojos de los acompañantes o los de uno propio.

De Oporto es difícil saber que es lo que se puede esperar, tiene su encanto en la decadencia, en esa especie de melancolía tan portuguesa, en esa mezcla de fado y fachada descuidada, en esa mezcla de vinos deluxe, puentes majestuosos y casas con las ventanas rotas.

Por curioso que parezca, si tuviera que poner dos adjetivos, esta vez vi a la ciudad más bella y más triste.

Más bella porque sigue manteniendo su encanto, e incluso el paso del tiempo le sienta bien, y limpia algunas de sus fachadas. Más bella porque la lluvia, que tanto afea al resto de las ciudades, hace que ella se confunda entre una increíble gama de grises, y que uno no sepa donde terminan las paredes llenas de años y polvo y donde comienzan las nubes.

Más triste porque se le va enfermando el alma, porque sus gentes duelen. Más triste porque mientras se limpian fachadas de casas para que el turista no deje rincón sin fotografiar, muchas personas no tiene casas, ni cámaras,  más triste porque a pesar de la necesidad de gritar sus paredes cada día están más mudas, más triste porque los de arriba quieren que la luz de su ribera ciegue la oscuridad de las colas de gente que acude a buscar comida en las calles de la periferia.

Más triste, más bella, pero siempre única.

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