Supongo que a todo el mundo le pasa, de vez en cuando, que
le llega una imagen, un sonido, un aroma, un sabor, una sensación, de esas que
te traslada a otros lugares y tiempos, no a la fuerza pero si habitualmente más
felices y menos despreocupados que los actuales.
Cada cual tiene los suyos, y yo no soy una excepción. Por
norma general, el más recurrente de los que me golpean de vez en cuando, es el
aroma de los veranos de mi infancia, una especie de olor a salitre que me
traslada a veranos eternos de sombrilla y terraza, de partidas de minigolf, de
helado de turrón y, más tarde, de noches de amistad eterna que terminaban con
los primeros rayos del sol.
Son esos recuerdos fugaces de momentos vividos, mezcla de
nostalgia por lo pasado e ilusión por lo futuro, es esa especie de necesidad de
seguir generando cada momento futuros recuerdos imborrables que despierten por
casualidades inesperadas, es esa certeza de que si no se disfruta del presente
en el futuro no habrá morriñas ni
nostalgias, es el seguir, día a día, paso a paso y latido a latido, caminando
la vida con ojos de niño.
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