Las personas, desde tiempos
inmemoriales, hemos sucumbido a nuestros miedos más profundos, a
todo aquello que desconocemos, teniendo en el miedo a la muerte el
mayor de nuestros traumas como seres humanos.
Hemos necesitado crear dioses, paraísos
e infiernos para justificar nuestras actuaciones y modos de vida, con
la mera excusa de liberar nuestras maltrechas conciencias el día que
nos convirtamos en polvo. Si soy sincero, no es que pensar en la
muerte se lleve gran parte de mis ya de por sí escasos minutos, soy
más de disfrutar de mis nostalgias pasadas, presentes y futuras, lo
que imagino que contribuye en gran medida a mi ateísmo convencido, y
seguro en medida mayor a crear mis estupideces, sueños y locuras.
Y es que respecto a la muerte, no es el
miedo y el desconocimiento de lo que habrá después lo que me quita
el sueño. Porque el desconocimiento no es sino intriga, y prefiero
disfrutar de mis certezas, y la única de la que dispongo es de que
el día menos pensado el camino se acaba por terminar, y en ese
momento dará lo mismo en qué creas, si no hay nada pues nada podrás
hacer, y si hay algo habrá que limitarse a disfrutarlo con la misma
curiosidad de siempre.
Luego queda el miedo, y cuando pienso
en tanto pavor al más allá siento mucha lástima hacia quien lo
percibe. Yo vivo cada día con sus grises y sus colores, con sus
realidades y sus utopías, y, como no, con miedo. Pero mis miedos no
son otros que llegar al final del camino y, echando en el último
suspiro la mirada atrás, no haber disfrutado del viaje. Miedo a no
haber amado, a no haber reído, a no haberme emocionado con cada
paisaje y con cada persona, miedo, en definitiva, a que llegado ese
último suspiro, esté pensando en cielos e infiernos en vez de en lo
genial que sería tener una ficha y que me den otro viaje.
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