Si bien es cierto que siempre, por una u otra razón, he vivido montado en mi montaña rusa emocional retozando en mis eternas crisis existenciales, no es menos cierto que realmente nunca le he pedido mucho a la vida, o al menos no mucho de aquello que la sociedad entiende que hay que exigirle.
Nunca he necesitado mucho dinero, que no digo yo que venga mal tenerlo siempre y cuando se gane de manera honrada, pero ser rico nunca ha sido una prioridad en mi vida ni una cosa que me haya quitado especialmente el sueño. Tampoco le he pedido a la vida una casa grande ni un coche deportivo, ni nada que se le parezca, soy una persona que se conforma con poder tener su rinconcito y que no necesita más que renovar al pobre txinauto una vez que este muera para moverse, y tal vez ni eso. No he pedido tampoco tener muchas cosas materiales, no porque no me guste tenerlas, simplemente porque muchas no me hacen falta, porque entiendo que los caprichos caprichos son y como tales hay que tratarlos, a pesar de darme de vez en cuando alguno que otro. Trabajo… no necesito el de mis sueños, me basta con que me de lo necesario para vivir y ningún quebradero de cabeza más allá de las puertas de la oficina, a pesar de que todo sea siempre mejorable.
Ciertamente, mis necesidades vitales siempre han estado encaminadas a encontrar ese equilibrio interior tan frágil y fugaz que a veces resultaba imposible. Pero al final, con el paso del tiempo, y a pesar de no ambicionar nada de lo que es supuesto, siento que lo tengo todo, o, al menos, todo lo que necesito para ser realmente feliz.
Tengo amistades de todos los tipos y colores, intensas, intermitentes, cercanas, las de siempre, las de lejos, las de un rato, pero en el fondo muchísimas personas que se y siento que están ahí para lo malo, lo que hace que normalmente nos dediquemos a disfrutar de lo bueno. Tengo compañeros de fatigas, locuras y caminos con los que disfruto y me enfado aunque nunca a partes iguales, compañeros de vida y sueños, de revoluciones, de poesía, tragos y brindis nocturnos, de cantos a la luna de compartir horizontes y mochilas cargadas de ilusiones, compañeros con los que mirar a la vida con ojos de niño.
Y te tengo a ti, esa pila que me carga de energía y marca el ritmo de los latidos del corazón en cada paso, esa última sonrisa y primer beso con el que acostarse y despertarse sabiendo que lo que pase fuera da lo mismo, porque mi mundo está en tus abrazos. Ese motor que me ayuda a dar pasito tras pasito para seguir siendo como soy, para convencerme de que puedo conseguir todo aquello que me proponga siempre y cuando no decaiga en mi empeño.
Y es que, muchas veces, sin pedir nada, uno acaba teniéndolo todo…
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