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miércoles, 5 de junio de 2013

Había una vez...

Desde siempre me he considerado un payaso, en el buen sentido de la palabra, en el caso de que pueda tener algún sentido malo. Como personaje de narices rojas, zapatones y sonrisas tatuadas, no hay lugar en el que me sienta más en casa que en una gran carpa de colores llena de banderines.

Lo cierto es que hacía ya muchos años, demasiados, que no pisaba la carpa de un circo. Desde niño me ha encantado todo lo que se transmite hacia el espectador en estos mágicos lugares, la magia, la emoción, la capacidad de ilusionarse… es complicado que a la gente no le salga una sonrisa cuando es cucha: ya ahora llega el más difícil todavía…

Mal que me pese, esto de tener esa vocecita en la cabeza que habrá quien diga que es conciencia y habrá quien piense que es un duende malo que me lleva al camino de la perdición, me ha hecho desde hace años desistir de disfrutar de los habituales espectáculos circenses de toda la vida, al final la ilusión no compensa el trato vejatoria que se da a los animales que se utilizan en este tipo de espectáculos, la verdad es que ser antitaurino e ir al circo es como ser vegano y comer big macs.


Pero en estas que quien más me conoce, quien soporta y disfruta mi caminar por el mundo con ojos de niño, me ha invitado a ver  y disfrutar el circo del sol y, por dos horas, ha conseguido que vuele lejos, a ese mundo mágico en el que todo es posible, ese mundo en el que todo es color, asombro y diversión, ese mundo que, a pesar de todo, no puede compararse con la magia de descubrir tus horizontes cada mañana al despertarme en nuestra cálida trinchera… 

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