Siempre digo, cuando me sale el corazón viajero, que uno
puede llegar a encontrarse en su casa prácticamente en cualquier lugar, la única
premisa es encontrarse donde uno se quiere encontrar.
Por eso, imagino, es por lo que me gustan tan poco los
viajes obligados, las rutas hechas a la fuerza y en las que los ojos de niño
son más un estorbo que otra cosa. Viajar por trabajo… casi casi lo puede uno
considerar un oximoron…
Cuando uno viaja por trabajo hay algo que marca
transversalmente todo lo que rodea al viaje: la falta de ilusión. Los
aeropuertos dejan de ser la puerta de salida de sueños y noches sin dormir para pasar a ser una mera
herramienta para llegar a un destino no deseado. Los hoteles no son la cama en
la que reposar las vivencias adquiridas y grabar las imágenes disfrutadas para
pasar a ser no más que las paredes que encierran el descanso que precede a una
mañana de más de lo mismo. Las calles dejan de emitir aromas y sonidos para el
recuerdo, y sólo quedan prisas y cosas por hacer, mucho gris y poco color…
Por eso, cuando uno vuelve a casa, después de un viaje
antiviaje, al final sólo quiere volver a disfrutar de lo cotidiano, y empezar a
pensar en futuros aeropuertos, en los que los destinos no se midan con cronómetros
y cuando se pague, no haga falta pedir el ticket…
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