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viernes, 21 de junio de 2013

Los antiviajes

Siempre digo, cuando me sale el corazón viajero, que uno puede llegar a encontrarse en su casa prácticamente en cualquier lugar, la única premisa es encontrarse donde uno se quiere encontrar.

Por eso, imagino, es por lo que me gustan tan poco los viajes obligados, las rutas hechas a la fuerza y en las que los ojos de niño son más un estorbo que otra cosa. Viajar por trabajo… casi casi lo puede uno considerar un oximoron…

Cuando uno viaja por trabajo hay algo que marca transversalmente todo lo que rodea al viaje: la falta de ilusión. Los aeropuertos dejan de ser la puerta de salida de sueños y  noches sin dormir para pasar a ser una mera herramienta para llegar a un destino no deseado. Los hoteles no son la cama en la que reposar las vivencias adquiridas y grabar las imágenes disfrutadas para pasar a ser no más que las paredes que encierran el descanso que precede a una mañana de más de lo mismo. Las calles dejan de emitir aromas y sonidos para el recuerdo, y sólo quedan prisas y cosas por hacer, mucho gris y poco color…


Por eso, cuando uno vuelve a casa, después de un viaje antiviaje, al final sólo quiere volver a disfrutar de lo cotidiano, y empezar a pensar en futuros aeropuertos, en los que los destinos no se midan con cronómetros y cuando se pague, no haga falta pedir el ticket… 

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