Por norma general, por no decir casi siempre, me considero
una persona animada, sonriente, buenrollista y, no sabría si decir feliz de la
vida, o simplemente bastante payaso.
Si hay algo que me baja notablemente el nivel de mi buen
humor, eso es sin lugar a dudas estar enfermo. Siempre se dice que uno no
aprecia la salud hasta que le falla, y basta con un par de jornadas de frenadol
para darse cuenta de lo cierta que es esta afirmación.
Y es que, por mucho empeño que uno ponga en hacer de su día
a día un presente futuriblemente memorable, complicada es esa tarea cuando
toses tan fuerte que poco te falta para golpear con la cabeza el teclado
mientras tratas de escribir este pequeño post.
Y así, en esa relación de odio mutuo entre mis virases y yo
(imagino mutuo porque mucho no es que parezcan quererme) están pasando estos días,
realizando en un abrir y cerrar de ojos la transición de la cañita en la
terraza al chocolate caliente en el sofá, y convirtiendo al ibuprofeno en el
mejor amigo del payaso…
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