Los años pasan y, por mucho que el cuerpo casi se eche a
temblar con el mero hecho de pensar en ese terrible líquido infernal llamado
zurrakapote, debo reconocer que la piel se eriza en esos días previos a San
Faustos cuando saco del armario abarkas, camisas, pañuelos y cascabeles.
Son unos días en los que intentar olvidar que tu hígado ya
no depura como un veinteañero, en los que bailar canciones que harían vomitar
al mismísimo Leonardo Dantés y en los que llegar a casa a la hora de que suene
el despertador, pero, sobre todo, son días para disfrutar de la gente con la
que te sientes a gusto.
Ahora, dos días después del cese del eterno tintineo de los
cascabeles, no hay dolor de pies que tire abajo la sonrisa al recordar todos
los reencuentros, todos los brindis, las risas, los besos, los abrazos, las canciones,
las payasadas. Ahora, dos días después, sólo puedo desear que, dentro de un
año, los cascabeles sigan acompañando nuestras eternas noches en Basauri....
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