Siempre he pensado que disfrutar la vida, o al menos
sobrellevarla de la mejor manera posible, es una cuestión de actitud.
Actitud, con c, nunca he pensado que exista gente que posea
el gen de la tristeza o de la alegría, sino que más bien siempre he pensado que
la forma en la que te planteas llevar el camino es la que delimita cuanto
disfrutes de lo que te ofrezca.
En alguna ocasión, en conversaciones con amigos, se ha
recurrido a la expresión “gente tóxica”, esas personas que todo lo que les pasa
es terrible, que todo lo sufren, que nada puede ir peor y que, supuestamente,
extienden su pesimismo vital por el mundo cual peste negra.
Ante este tipo de actitudes vitales yo siempre he pensado
que lo mejor es convertirse en “desintoxicador” de malas vibraciones. Es cierto
que todas las personas tenemos nuestros días malos, nuestras mañanas grises, nuestras
noches oscuras y que más habitualmente de lo que nos gustaría deseamos que
paren el mundo para bajarnos, pero algo está claro, una mala cara nunca genera
una sonrisa.
Y por eso, y porque me lo pide el cuerpo, a pesar de tener
mil y un días grises, siempre intento vestirme empezando por la sonrisa, arrancar
la mañana compartiendo con mi gente alguna buena canción, reírme del mundo empezando
por mí mismo y disfrutar de los momentos que paso con otras personas, porque,
al fin y al cabo, la vida son dos días, y lo último que quiero, es amargárselos
a nadie.
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