Siempre me ha parecido curioso que
exista una droga cuyo nombre, tripi, evoque el darse un viaje. Y es
que si algo me evoca todas las sensaciones que la droga puede
producir en el cuerpo humano, es, sin duda, los viajes.
No hay como viajar para poner todos los sentidos a flor de piel, para sentir euforia, calma, el corazón a mil por hora y la cabeza a dos mil, para sentir borracheras de amistad y desinhibirte ante tus miedos. Cada nuevo paisaje, cada nueva locura, cada nuevo paso son capaces de dilatar tus pupilas de niño y de supurar emociones por cada poro.
En el fondo, mal que nos pese, todas
las personas somos yonkis. Hay quien tiene dependencia de la ridícula
sociedad de consumo, quien necesita su chute de egolatría y quien
sin su tiro de posición social no es nada, hay quien tiene
dependencia de las drogas de diseño que en forma de modas se nos
imponen, y esas personas, como quien se engancha a la heroína, van
directas al más oscuro de los sumideros.
Otras personas, en cambio, somos yonkis de la vida. Tenemos total dependencia de los sueños, las utopías y los besos, poseemos una necesidad vital de sentir cerca a nuestros amigos y somos conscientes de que nunca se sabe si el paso que acabamos de dar en el camino puede convertirse en nuestro último chute y tratamos de saborearlo como si fuera el primero...
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