El caso es que, por muy dura que sea la vuelta a la irreal realidad, cuando unx se encuentra bien es difícil mirar alrededor y poner una mala cara, o mirar al cielo y negarle una sonrisa a la vida.
En estos días de sosiego y reflexión, de disfrute de pequeños retazos de libertad, el carpe diem toma tonalidades peculiares, y pasa de su significado primitivo a uno más profundo y evolucionado. Decimos, quienes así lo sentimos, que hay que vivir cada día como si fuera el último, convirtiendo la vida en una aterradora autopista de seguro y trágico final en la que lo único importante es cuantos kilómetros has recorrido. Pero en esta forma de ver la vida, como en todo, hay un pequeño margen para el error, ya que nunca decimos el cómo vivir los kilómetros que se recorren.
Por eso, mi cabeza y yo, que para estas cosas somos de traca, hemos decidido que cada día hay que vivirlo como el último si, pero también como si fuera el primero, con inocencia, con ansias de descubrir, con un horizonte inmenso por delante y sin lastres que opongan resistencia a nuestro caminar. Tal vez así, soñando como el primer día y viviendo como el último, el caminar se haga menos pesado…
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