Hace ya tiempo que la luna ni escucha tus quejas ni responde tus preguntas, a decir verdad, es difícil saber quién abandonó a quién, y si fue ella la que dejó de guiñarte un ojo y dedicarte sus sonrisas, o si fuiste tu quien dejó de soñarla y pedirle deseos.
Y es que de un tiempo a esta parte, las noches han perdido todos sus matices, ya no hay estrellas, ni lunas, ni luces, y vuelven a estar cubiertas de esa oscuridad cuyo desvanecimiento parece no haber sido más que un mero espejismo. Y, como antaño, envuelto en la impenetrable oscuridad de la noche, te sientes como el gato que, de tanto saltar al vacío confiado en caer siempre de pie, ha gastado ya tantas vidas que no sabe si le queda alguna por quemar, y temeroso camina entre las sombras para que nadie le pueda ver caerse, y lamerse en soledad las heridas de sus últimos tropezones.
Un gato que sabe que, haga lo que haga, arriesgue o no, viva con miedo o siga saltando al vacío, esta última vida también terminará, tarde o temprano, quemándose.
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