Los años van pasando, y no dejan nada ni nadie tal y como estaba, tal y como creíamos tenerlo en nuestro recuerdo. Ahora que he vuelto a mi barrio, a mi calle, a ese micromundo que me vio crecer, tropezar y levantarme mil y una veces a lo largo de tantísimos años, no puedo sino mirar a mi alrededor y ver mi vida reflejada en los rincones de mi barrio.
Porque cuando miro por mi ventana, o por mi balcón, veo ese monte en el que he pasado una infancia correteando, montando casetas, cogiendo sapaburus, subiendo a los árboles, echando los primeros pitillos a escondidas, planeando mil y una aventuras. Veo mi colegio, ese que durante 14 años pareció ser una cárcel sin rejas y que ahora, echando la vista al pasado, resultó ser un lugar más bien agradable, en el que conocí a mucha gente de la que sigo adorando, en el que viví los primeros desengaños, el primer amor, las primeras borracheras, ese lugar en el que cada día era una razón para vivir con la sonrisa puesta.
Y miro a mi alrededor, y veo el parque, ese parque testigo de cigarros de madrugada maldiciendo mi bendita mala suerte embriagado por el alcohol, testigo de conversaciones mudas con la luna y las estrellas, de deseos arrancados por el viento.
Veo las calles, las gentes que una vez más siguen luchando por salir adelante, a base de sudor y lágrimas, veo las plazas convertidas en aparcamientos, veo que ya no hay canastas, ni porterías, ni niños correteando en el monte, y cuando miro, aunque sólo sea en mi mente, me veo a mí, y no puedo evitar que me envuelva un halo de nostalgia…
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