Cualquiera que me conozca, aunque sea sólo un poquito, sabe perfectamente que soy un soñador empedernido, eso sí, de los de soñar con ojos abiertos, de los de perder la mente mientras está bien despierto en sus propios mundos, volando lo más lejos posible de la realidad.
De los otros sueños, los de las noches oscuras entre sábanas y almohadas, por norma general no tengo recuerdo alguno. No suelo poder por lo tanto entrar en una espiral interpretativa del devenir de mi vida en base a lo que pasa por mi saturada cabecita una vez que se oculta el sol y los grillos cantan su estruendosa serenata. No suelo recordar, la verdad, no mucho ni poco, sino más bien nada, de lo que pasa por mi cabeza mientras me visita Morfeo, con una única excepción, las pesadillas.
Porque como con todo en la vida, parece que los sueños normales pasan inadvertidos mientras que nuestra mente tiende a retener esas imágenes que te han hecho sudar, palpitar, estremecerte e incluso sufrir. Y las recuerdas porque a pesar de ser pasajeras, no puedes evitar despertarte sobresaltado por tus temores, sabiendo a ciencia cierta, que aquello que perturba tus noches no es más que un reflejo de los miedos que oscurecen tus días…
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