Cualquier persona que me conozca aunque sea un poquito sabe que, para mí, viajar, es mucho más que una pasión. Y lo sabe porque no sólo soy una persona que disfrute degustando cada paso del camino andado, sino porque disfruto casi tanto preparando el propio camino.
La preparación de un viaje, cualquiera, es para mí como poner en marcha una gran fábrica de sueños, es echar una moneda en la gran máquina que crea las historias por vivir, y no puedo resistirme a asesinar horas y horas por el mero placer de imaginar destinos muchas veces inalcanzables.
La imaginación, esa poderosa arma que consigue que uno viaje al fin del mundo sin moverse de su asiento. Es darle al on y arrancar una maquinaria a la que es imposible echar freno, se inventa mil paisajes, mis aromas y mil sabores, se inventa tardes de sonrisas y brindis con amigos o paseos de la mano contigo a la orilla del mar. Es una maquinaria que construye mil castillos de arena que siempre son derribados con el primer pie puesto en el aeropuerto, que no sirven sino para soñar, ya que los auténticos caminos, los que quedan y muerden el recuerdo, son los de las verdaderas historias vividas, y para sentirlas no queda otra que vaciar el equipaje para llenarlo de miradas en cuanto se pone en marcha el primer paso del camino…
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