Al final, de tanto remar, un poco cansado y un poco con ganas de jota, me he apeado en una pequeña isla, mi isla. En ella la arena es blanca, la playa es paradisíaca, las palmeras me cobijan y las noches duermo bajo un inmenso manto de estrellas, pero mi barca no se mueve. Y no es que no esté bien parar de vez en cuando, pero es que a la hora de volver a empezar a remar sólo se ve agua alrededor y uno no sabe hacia donde salir, no sabe si hacia donde reme estará la tierra de los sueños o asfalto quemado y lleno de cicatrices que no quiere volver a pisar.
Y así, lanzado a mar abierto, sin destino claro ni puerto a la vista, en un mar de incertidumbre, me dejaré caer en mi barca, donde el viento quiera llevarme…
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