Desde niño he tenido la impresión de que quien hizo el primer calendario lo empezó por donde le dio la real gana, porque ya me dirán ustedes a santo de qué el año comienza el 1 de enero, cuando todxs sabemos que realmente empieza el 1 de septiembre.
En cuanto llega septiembre comienza el cambio de ciclo, por norma general empezamos a dejar a un lado los sofocos, calores y disfrutes veraniegos y entramos en las tediosas rutinas que, casi irremisiblemente, nos devorarán durante largos, fríos y grises meses hasta que de nuevo el sol nos indique que vuelven las vacaciones.
Y la verdad es que para comprobar esto sólo hay que salir a la calle, comienza septiembre, y los autobuses y metros se van llenando de personas, bostezos y caras que, a medida que van perdiendo el moreno, se van poniendo más y más largas. La gente que alegremente paseaba por las calles de las ciudades comienza a correr, con prisa y cargada de mal humor, sin ganas de hablar ni toparse con nadie.
Lo que hasta hace dos días eran agradables planes se vuelven obligaciones, lo que ayer era preparar una agradable comida hoy es el odioso “taper”, lo que ayer era ir a pasear con lxs niñxs hoy es tener que llevarlos a X o Y, y así con todo, cambiando realmente nuestra forma de mirar las cosas que hacemos, más que lo que hacemos en sí.
Así que nada, arranca el curso, y parece que será largo, que el año que viene apetece que el año termine en diciembre, así que nos saltaremos el verano y, por lo tanto, habrá que intentar no cambiar los ojos con los que miramos todo aquello que nos puede convertir en personas grises, porque si algo no puede ayudar a sobrevivir a 15 meses de curso es, sin duda, burlarnos de las rutinas y sonreír a las obligaciones.
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