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lunes, 8 de septiembre de 2008

Vacaciones infinitas, parte 4: Oporto - Santiago

Una vez hecha la digestión de tanta carnaza ingerida en tierras castellanas, quedaba el tiempo suficiente para volver a quedar con Ainhoa rememorando los años de críos en el Vivero, hacer las maletas, preparar el txinauto y volver a marchar.


Supongo que al fin y al cabo era el destino más deseado de las vacaciones y ello contribuyó a que no hubiera decepción. Una vez superado el pánico que produce conducir por tierras lusas (sanción de la FIA ya!!!!) llegamos a la que en un principio nos pareción una lúgubre ciudad.

La primera impresión que uno tiene al llegar a Oporto es la de estar en una ciudad española de esas de los años sesenta, una ciudad oscura, triste y bastante sucia, con gente apagada, antigua, incluso se podría decir que fea.
Lo primero que haces es tomarte unas cañas y ver que, efectivamente, incluso los bares tienen ese regusto a pasado, ese toque de antaño que, misteriosamente, lejos de espantarte, te va a acercando minuto a minuto al espíritu de la ciudad, y en unas pocas horas te das cuenta de que estás enganchado a su melancólica mirada.

Según pasas las horas y te vas adentrando en sus estrechas calles, según vas observando esas oscuras fachadas, según paseas por la orilla del Duero rodeado de pequeñas embarcaciones que trasportan las barricas de vino, te vas sintiendo más y más en sintonía con esta enigmática ciudad.

El zar y yo despachamos tres días recorriendo sus calles de arriba a abajo sin cesar, dejando nuestros zapatos en sus adoquines, reteniendo sus sabores, degustando sus caldos, navegando entre sus aguas e intercambiando momentos con otras personas que se cruzaron en nuestro camino, un melancólico camino escrito a ritmo de fado, acompañado por el dulce sabor de un buen vino de Oporto.

Es bien cierto que Oporto es una ciudad que se deja querer, que impone un ritmo pausado a las formas de hacer las cosas, es una ciudad en la que relajarse, meditar, una ciudad en la que cada esquina da que pensar. Es una ciudad en la que uno llega a liberarse totalmente de las tensiones y que promete no dejar en el olvido...es una ciudad mágica que espera ser redescubierta en próximos viajes.

De allí marchamos con la sensación del trabajo bien cumplido, de haber acertado de pleno con nuestra elección, camino de Santiago de Compostela. Debo decir, para sorpresa incluso mía, que Santiago me resultó una ciudad totalmente decepcionante. Si bien tiene cierto encanto en su parte antigua, el abuso al que se somete a los turistas por parte de los lugareños es totalmente desproporcionado.

He de decir, que dentro de mi absoluta inocencia (por decir algo) creía que una ciudad centro de peregrinaje, de austeridad por parte de miles de creyentes que la visitan tras realizar cientos y miles de kilómetros trataría a sus huéspedes con la misma humildad con la que ellos la abrazan, pero no, el circo es completo, ladrones asaltan al visitante en cada una de sus esquinas para quedarse con todos los euros que le puedan quedar a los caminantes tras su duro peregrinaje, aunque lo más grave es que los peregrinos se sumergen en la vorágine consumista, gastando hasta el último céntimo, en merchandaising, en opíparas mariscadas, en gozo y disfrute.

Lo dicho, decepcionado con la ciudad, con su significado y con su mesaje, volví a casa sin intención de recordarla, simplemente me quedé con lo vivido días antes, con el eterno recuerdo del atardecer sobre el Duero, de aquellas cenas de Bacalhau y vinho verde en sus orillas con Jabo y Stephanie, el recuerdo de las francesinhas, de la mirada al infinito desde la torre de los clérigos, con el sabor del vinho verde, con la dulzura del vino de Oporto, con esa mágica melancolía...

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