A veces, cuando uno se pone a dar vueltas, sus reflexiones terminan siendo así de peculiares pero es que está clarísimo, si la vida fuera un postre, sin duda alguna sería el tiramisú. Más allá de que sea un plato que despierta mis instintos más irracionales y me lleva a perderme en un éxtasis de sabores y sensaciones, al igual que la vida, tiene los suficientes contrastes y colores como para que existan tantas variedades y formas de comerlo como maneras de vivir.
Tiene sus partes dulces, sus partes amargas, sus partes suaves, sus partes esponjosas y sus partes más secas. Hay quien se pasaría la vida tomando sólo de la parte dulce, dándose atracones de crema de mascarpone, y quien quedaría enterrado en la amargura del café y el cacao, viviendo en la oscuridad sin llegar a dar un buen bocado a lo que tiene delante. Yo sin embargo siempre he preferido tomar la vida como un todo, con sus momentos dulces y sus momentos amargos, tratando de ser siempre consciente de que cuando el camino amarga el siguiente paso que demos sin duda será más dulce, y sabiendo que cuando se disfruta de la dulzura de un buen momento hay que relamer la cuchara a sabiendas que más tarde o más temprano todo puede volver a cambiar.
Y así andamos, entre momentos dulces, a veces con su puntito de amargura, pero con la seguridad de que la vida hay que devorarla venga como venga y que, cuando llegue el momento de pagar la cuenta, el camarero nos coja relamiendo el plato y pidiendo otra ración.
1 comentarios:
Qué ingeniosa y bonita comparación! :-)
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